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Una semana en Kyushu

Este año hemos vuelto a Japón en primavera, para disfrutar del sakura y conocer un poco mejor la isla de Kyushu.

Japón es un archipiélago formado por cuatro grandes islas, de norte a sur: Hokkaido, Honshu, Shikoku y Kyushu. Esta vez decidimos explorar la más sureña. Eso sí, dejamos algo de tiempo para disfrutar como siempre de Tokyo e hicimos una parada a la vuelta en la acogedora ciudad de Hiroshima.

La visita a Tokyo fue breve, básicamente primer y último día del viaje, pero aprovechamos al máximo la estancia en la vibrante metrópoli que tanto nos gusta. El sakura o florecimiento del cerezo (que esperamos poder extender en otro post) ocurre anualmente en primavera, pero como es lógico, las fechas exactas son imprevisibles. La naturaleza es la única que programa este efímero y celebrado acontecimiento. Pudimos disfrutar la «full bloom» o plena floración en Tokyo y en los primeros destinos del viaje. Escogimos el parque de Hinokicho en Roppongi para pasar la tarde y cenamos con amigos en una izakaya en la zona de Shimbashi.

Al día siguiente bien temprano cogimos un shinkansen y, vía Kobe, en apenas 6 horas, llegamos a Fukuoka. Fukuoka es la ciudad más poblada de la isla de Kyushu y hasta 1889 estaba dividida por el río Naka-gawa en dos urbes independientes: Hakata y la propia Fukuoka. Históricamente, la primera era un distrito portuario y centro importante de comercio internacional; y la segunda, tierra de samuráis.

Hoy en día, Fukuoka es una ciudad grande pero acogedora, con una buena red de metro y autobuses pero que se presta a recorrerla a pie. Nos alojamos en Tenjin, que es el centro actual de la ciudad, muy cerca del parque Chūō-kōen. Es un parque pequeñito pero precioso con los cerezos a orillas de un afluente del río Naka. En sus laterales se encuentran el ayuntamiento y el bonito edificio ACROS cuyas paredes ajardinadas parecen fundirse con el parque.

Tenjin está repleta de bares, restaurantes y tiendas que se extienden incluso subterráneamente en la galería comercial Tenjin Chikagai. Probablemente la zona más agradable de la ciudad se localiza un poco más hacia el oeste. Disfrutamos de pleno la fiesta del sakura, el hanami, en el parque de Maizuru-kōen. Sobre una colina, acoge los restos del antiguo castillo de Fukuoka. Adyacente al de Maizuru se halla el parque Ohori-kōen que, con un inmenso lago en el centro, es un lugar ideal para pasear o relajarse.

En la zona de Hakata, además de la estación de tren, también hay multitud de tiendas y restaurantes; nos resultó curioso el centro comercial Canal City. Sin embargo, nosotros optamos por lo tradicional y visitamos varios templos en el área de Gion.

Nuestra amiga Yoko fue la encargada de mostrarnos las delicias culinarias de la zona. Las gyozas de Fukuoka son pequeñas («para un bocado»), crujientes y sabrosas. Nos llevó a un bonito restaurante para probar el mizutaki que es un plato típico de pollo hervido en un gustoso caldo con verduras y fideos. Característicos de Fukuoka son los yatai, puestos de comida ambulantes. Acompañados por Yoko, pudimos disfrutar la experiencia auténtica de compartir mesa y charlar con el resto de comensales. Tampoco dejamos Fukuoka sin probar dos especialidades exquisitas de Hakata: el mentaiko, que son huevas de bacalao marinadas, y por supuesto el plato más popular de Kyushu, el tonkotsu ramen.

Partimos en tren hacia Nagasaki, una ciudad desgraciada e injustamente famosa por el desastre nuclear de 1945. Esta vez, nos alojamos en un ryokan sencillo y familiar cerca de la estación (el Fujiwara Ryokan) y recorrimos la ciudad en tranvía. A diferencia de Fukuoka, es una localidad tranquila con toques provincianos. Irónicamente, durante el periodo Edo, por más de doscientos años, Nagasaki fue el único vínculo de Japón con el mundo exterior.

La memoria del ataque nuclear sigue viva en el barrio de Urakami, epicentro de la mortífera explosión atómica. Allí se concentran diferentes puntos que rememoran los hechos acontecidos aquel funesto 9 de agosto de 1945. Visitamos el Parque de la Paz, el Museo de la Bomba Atómica, el Pabellón Nacional de la Paz en Memoria de las Víctimas y el Parque del Epicentro de la Bomba. De todos modos, ya hablaremos sobre las bombas de Hiroshima y Nagasaki en otro post.

Durante el periodo Edo o también conocido como shogunato Tokugawa (1603-1868), Japón fue gobernado por el shōgun y controlado por los daimyō o señores feudales. La sociedad se regía por los principios del confucionismo y giraba en torno a las jerarquías y el control establecido por los daimyō. Bajo una política nacional de aislamiento respecto al resto del mundo, el puerto de Nagasaki era el único de todo Japón en el que estaba permitida la entrada de barcos extranjeros. Por allí entraron chinos, coreanos y europeos aportando con ellos su cultura, gastronomía y religión. Durante un siglo se permitió el paso de misioneros católicos que convirtieron a numerosos japoneses al cristianismo. Todavía hoy existe una importante comunidad cristiana en Nagasaki; muestra de ellos son las abundantes iglesias dispersas por la ciudad.

En 1636 se construyó muy cerca del puerto Dejima, una isla artificial para acoger (y recluir) a los comerciantes extranjeros. Dejima estaba conectada con tierra firme por un pequeño puente vigilado y no se permitía la salida de ningún extranjero hacia suelo japonés. Vivieron primero portugueses y posteriormente comerciantes holandeses. Hoy en día sus casas, almacenes y lugares de negocio se han reconstruido y se pueden visitar. Uno de los productos más cotizados en la época Edo era el azúcar. En el restaurante de Dejima, que es en realidad un club social internacional fundado en 1903, degustamos varios dulces típicos de Nagasaki: el castella, un bizcocho traído por los portugueses y el crujiente yori-yori chino.

Otro punto interesante de Nagasaki es el barrio chino, Shinchi Chinatown. Entre los siglos XV y XIX fue el hogar de comerciantes y marineros chinos y es el chinatown más antiguo de Japón. Está repleto de buenos restaurantes chinos y es el lugar ideal para probar las especialidades culinarias de la zona: el champon, el ramen local, un gustoso caldo de cerdo con fideos, verduras y productos de mar como calamar, pulpo o gambas; el sara-udon, que combina los ingredientes del champon pero sin la sopa, sobre crujientes fideos fritos; y el kakuni-manju, un bollo al vapor relleno de un trozo de tripa de cerdo servido con una salsa espesa y dulce. La verdad es que todo estaba delicioso.

Decidimos darnos un descanso de turismo urbano y buscar en la zona alguna localidad con onsen. Los onsen son los baños tradicionales japoneses que aprovechan el calor natural de las aguas termales volcánicas. Kyushu es una isla con gran actividad volcánica y consecuentemente muy popular para el turismo de onsen. La zona más famosa es Beppu, al norte, y por lo que nos han explicado puede llegar a estar realmente masificada. Nosotros, en la misma prefectura de Nagasaki, entramos en autobús a la península de Shimabara, presidida por el grupo volcánico del Monte Unzen. A medida que nos acercábamos a las faldas del volcán, mayor era el vapor que emergía de la tierra. Cientos de manantiales bombean miles de litros de agua caliente a diario.  Nosotros nos alojamos en el pueblo de Unzen, en un confortable ryokan.

El entorno es realmente particular. Se podría decir que acoge el paraíso y el infierno al mismo tiempo. El paraíso de la naturaleza en primavera, la floración de los cerezos y otros árboles, el silencio interrumpido únicamente por el canto de los pájaros. El infierno de las ardientes aguas sulfurosas que vuelven estéril la tierra que tocan, en un paisaje lunar de olor nauseabundo. De hecho, al grupo de burbujeantes manantiales que se encuentran a las afueras del pueblo se les conoce como Unzen jigoku o el Infierno de Unzen.

Dentro del ryokan todo es bienestar. En los onsen hay que meterse sin ropa por lo que habitualmente están separados por sexos. Nosotros reservamos un pequeño onsen exterior privado para disfrutarlo juntos. El otro aspecto que nos vuelve locos de los ryokan es la cocina kaiseki ryori. Una cena tradicional japonesa compuesta por numerosos platillos exquisitos cuidadosamente preparados con productos de la zona, de temporada, cocinado cada uno con la técnica local perfecta para resaltar el sabor de cada ingrediente, servidos en delicada vajilla seleccionada para cada plato. Es una cocina que te conecta con la naturaleza y el lugar, una experiencia única.

Salimos de Unzen en ferry hacia la ciudad natal de la famosísima mascota Kumamon, Kumamoto. Kumamoto es otra ciudad al pie de un volcán, el Monte Aso, pero esta vez fue otro desastre natural el que azotó la localidad japonesa. En abril de 2016 varios terremotos hicieron temblar ferozmente la tierra, hasta una magnitud de 7.0 en la escala de Richter. El desastre se llevó varias vidas, miles de heridos y daños materiales, y acabó con el símbolo de la ciudad, el castillo de Kumamoto. Era uno de los castillos más populares y visitados en Japón, ya reconstruido en diferentes ocasiones tras incendios, guerras y otros terremotos. Hoy en día, se encuentra en proceso de reparación y se puede recorrer a lo largo de su perímetro y observar los destrozos pero también los avances en la obra.

La visita a Kumamoto fue breve pero no la dejamos sin probar varios platos típicos. Comimos el ramen de Kumamoto que, al igual que en el resto de Kyushu, se caracteriza por ser de cerdo (tonkotsu ramen) pero los fideos son algo más gruesos y la sopa adquiere un sabor potente y característico gracias al ajo tostado y el aceite de ajo. Nosotros lo pedimos con dos yemas de huevo, delicioso. Por la noche cenamos en una izakaya y pedimos otros platos típicos como el karashi renkon, raíz de loto con salsa de mostaza y miso; el basashi o carne de caballo cruda y la Higo Gyu Yakiniku o barbacoa de ternera local (Higo). También pedimos nuestros favoritos, takowasa y sushi.

Partimos hacia la ciudad más meridional de Kyushu, Kagoshima. Es una ciudad cálida, ubicada en una bahía vigilada por el gran volcán Sakurajima. El Sakurajima es el símbolo del lugar y lleva escupiendo humo y cenizas de forma casi continua desde 1955. Cada año tiene más de 1.000 erupciones pequeñas con lo que los lugareños están acostumbrados a cubrirse y abrir sus paraguas cuando el aire se torna grisáceo.

Una excursión sencilla y recomendable es ascender una pequeña colina hasta el observatorio Shiroyama. Desde allí se obtienen vistas excepcionales de la ciudad, la bahía y el gran Sakurajima.

Uno no puede salir de Kagoshima sin probar el tonkatsu, un delicioso filete de cerdo empanado acompañado de arroz y sopa de miso. En Kagoshima se cría el kurobuta o «cerdo negro», el más apreciado de todo el país. Recomendamos el restaurante Aji no tonkatsu Maruichi.

Uno de tantos motivos que nos trajeron a Kyushu fue para ver los escenarios de la bonita película Kiseki, que transcurre entre Fukuoka y Kagoshima y gira en torno a los sueños infantiles y el shinkansen.

De vuelta hacia Tokyo, decidimos dejar un día y una noche para visitar la ciudad de Hiroshima que es una de nuestras preferidas. Paseamos por los lugares más emblemáticos, el Parque Conmemorativo de la Paz y la Cúpula de la Bomba Atómica; y entramos en la Sala Nacional de la Paz en Memoria de las Víctimas. Esta vez visitamos el reconstruido castillo de Hiroshima y conocimos el hermoso jardín Shukkeien. Para terminar el día volvimos a nuestro restaurante favorito de okonomiyaki estilo Hiroshima en el complejo Okonomi-mura.

Madrugamos bien temprano para tomar uno de los primeros shinkansen a Tokyo y así aprovechar nuestro último día al máximo. Al llegar, cogimos fuerzas a base de sushi e hicimos las últimas compras frikis en el barrio de Akihabara. Tras una breve parada en el hotel, en Ueno, nos acercamos a curiosear el popular mercado Ameyayococho.

El resto de la tarde la pasamos callejeando entre Shibuya y Harajuku. Hicimos una parada en un bar muy peculiar en Maruyama-cho, la zona de los «love hotels» de Shibuya. El Meikyoku Kissa Lion es un café barroco donde la gente entra para escuchar música clásica prácticamente a oscuras y en silencio. Recientemente lo había visto en una serie y no quisimos dejar Tokyo sin tomarnos un té en este lugar tan especial.

またね!Hasta pronto Japón!

Jeju, la isla volcánica de Corea

Sentíamos que nuestro viaje a Corea no estaría completo sin visitar la isla de Jeju, una de las Siete maravillas naturales del mundo. Ubicada al sur de la península coreana, Jeju es la isla de mayor tamaño del país. De superficie similar a Tenerife, también comparte con la isla canaria el origen volcánico, la riqueza natural y la existencia de un gran cráter en el centro. Nuestro interés por visitar Jeju fue en aumento a medida que recibíamos opiniones sobre la isla totalmente dispares. Mientras las guías y algunas personas nos la recomendaban fervientemente, otras nos transmitieron su rechazo y decepción. De cualquiera de las maneras, Jeju es una isla de contrastes, pequeña pero con mucho que ofrecer.

Jeju es un destino extremadamente popular entre los coreanos, tradicionalmente destino de luna de miel. Dispone de una conexión excelente con el continente, tanto con Corea (vuelos aproximadamente cada 15 minutos!) como con el resto de países asiáticos. La isla ha explotado su potencial al máximo y hoy en día, ofrece atracciones para todos los gustos. Es por ello que se ha convertido en uno de los destinos favoritos para parejas, pero también para familias, amigos o viajeros en solitario.

De origen volcánico, acoge el pico más alto de Corea del sur, el Hallasan, y es una buena opción para los más montañeros. Además, para los amantes del senderismo, todo el perímetro de la isla conforma el «Jeju Olle Trail«, 21 rutas diferentes para completar los 422 km del camino circular completo. La isla ofrece otras muchas atracciones naturales como el Manjanggul, uno de los tubos de lava (cueva volcánica) más largos del mundo; el Cráter de Sangumburi; la formación volcánica de Seongsan Ilchulbong, lugar popular para ver la salida del sol (foto de portada);  diferentes cascadas, formaciones rocosas o varias playas destacables como la de Hyeop-jae, especialmente bonita por el contraste entre la arena blanca, las rocas negras volcánicas y el agua turquesa.

Además, la isla, posee su cultura, lenguaje y tradiciones propias, bien diferenciadas de las de la Corea continental. Por ejemplo, la estructura familiar matriarcal que se ha desarrollado en la isla durante siglos, a pesar de las presiones confucianistas del continente. El ejemplo más claro de esta estructura son las haenyeo o «mujeres del mar», que fueron las mujeres encargadas de sustentar la economía familiar mediante la pesca submarina a pulmón. Otra característica cultural de la isla son los dol hareubangs o «abuelos de piedra», estatuas alargadas esculpidas en basalto que ofrecen protección y fertilidad a los habitantes. También son tradicionales las bangsatap, pequeñas torres redondas compuestas por piedras apiladas que se construían cerca de los pueblos para  atraer la buena suerte.

En contraposición a todos estos atractivos, diferentes factores han hecho que Jeju esté perdiendo su encanto en los últimos años. Apenas a dos horas en avión, los chinos han llegado en masa a la isla a invertir su dinero en grandes complejos hoteleros, casinos, restaurantes y atracciones turísticas. Los habitantes de Jeju no los han recibido con buenos ojos ya que las ganancias no se quedan en la isla.  Contagiados por esta fiebre de construir y hacer dinero, han abierto en Jeju todo tipo de museos y parques temáticos, algunos de lo más bizarros:  el «Jeju Loveland» un parque temático del sexo, el Museo de Osos de Peluche, el Museo de Arte Africano, el  Laberinto de Kimnyoung, Museo de la Mitología, Museo de DaVinci, Museo del Chocolate, Museo del Té Verde, Museo de Hello Kitty, Museo del Vidrio, Museo de K-Pop, Museo de mecheros Zippo y otros muchos más.

Nosotros, con apenas 4 días disponibles en la isla, sacamos el mayor partido y visitamos lugares bonitos e inolvidables.

La isla tiene dos ciudades principales: la Ciudad de Jeju al norte, capital de provincia, la de mayor tamaño pero en realidad con poco que merezca la pena visitar; y la ciudad de Seogwipo al sur. Aunque la isla es pequeña, el transporte público en autobús resulta sorprendentemente lento, por lo que creemos que es totalmente recomendable alquilar un coche para recorrerla. Si como en nuestro caso no es posible, es aconsejable alojarse en una de las dos ciudades y tomarla como punto base para las excursiones. Nosotros decidimos pasar la mayor parte del tiempo en Seogwipo.

Seogwipo es una pequeña ciudad costera sureña que, a diferencia de Jeju City, queda libre de la gran sombra que proyecta el monte Hallasan cada tarde hacia el norte. Es una ciudad soleada y agradable, donde los mandarinos crecen en los alrededores pero también entre las calles. Nos alojamos muy cerca del Mercado Tradicional Olle y probamos deliciosas maneras de cocinar el pez sable en un restaurante muy auténtico. De postre, como no, montones y montones de mandarinas.

La ciudad está flanqueada por dos bonitas cascadas. Al oeste, visitamos de noche la más corta pero también más ancha cascada de Cheonjiyeon. Fue aquí donde vimos los primeros hareubangs o «abuelos de piedra» de la isla. Al este, se precipita imponente la gran cascada de Jeongbang. Con 23 metros de altura es la única cascada de Asia que cae directamente en el océano.

Una de las mejores excursiones fue la que hicimos a la pequeña isla de Udo. En el extremo este de Jeju, se encuentra el pueblo costero de Seongsan, que acoge la espectacular caldera de Ilchulbong. Nosotros no tuvimos tiempo de visitarla, pero nos dirigimos al puerto para coger el ferry a Udo. Udo es una isla minúscula, poco poblada y auténtica, con verdes acantilados y playas de aguas claras. Los parcelas están delimitadas por un vallado tradicional de piedra volcánica denominado batdam. También pueden verse torres bangsatap y túmulos funerarios en los campos. Nosotros alquilamos un tándem y recorrimos en equipo los caminos y prados de la isla.  El fruto típico que se cultiva en las tierras de Udo es el cacahuete y lo probamos en delicioso helado.

Sin duda, lo que hace a Udo excepcional son las «mujeres del mar». Desde el siglo XIX, las mujeres han sido las encargadas de mantener la economía familiar de la isla mediante la pesca submarina en apnea. Vimos desde la costa como las haenyeo se sumergían una y otra vez, y como en pequeños grupos recogían los peces, erizos y mariscos de del día. Sin embargo, las jóvenes de Jeju no han seguido sus pasos y la mayoría son veteranas, algunas ancianas y se teme que en pocos años puedan llegar a desaparecer.

Al oeste de Seogwipo visitamos el templo budista de Yakcheonsa. No por su antigüedad, merece la pena visitarlo por su belleza y grandiosidad. Se cree que posee uno de los Hall Dharma más grandes de Asia, con cuatro plantas, miles de figuras doradas de buda y un enorme Buda Vairochana en el centro. En otro hall anexo pueden verse todavía más budas, más de quinientos, cada uno diferente, a cada cuál más curioso, incluso a veces perturbador.

Muy cerca del templo, en el mar, se encuentran las formaciones de Jusangjeolli. Muy similares a la Calzada de los Gigantes en la costa irlandesa, las olas chocan incesantes contra estas columnas hexagonales de basalto. Estas bonitas creaciones se originaron cuando la lava de una de las muchas explosiones volcánicas de Jeju se puso en contacto con el agua del mar. Pueden admirarse desde plataformas que bordean la línea de la costa.

Jeju fue la última parada de nuestro viaje a Corea y nos dejó absolutamente con muy buenas sensaciones.