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Una semana en Kyushu

Este año hemos vuelto a Japón en primavera, para disfrutar del sakura y conocer un poco mejor la isla de Kyushu.

Japón es un archipiélago formado por cuatro grandes islas, de norte a sur: Hokkaido, Honshu, Shikoku y Kyushu. Esta vez decidimos explorar la más sureña. Eso sí, dejamos algo de tiempo para disfrutar como siempre de Tokyo e hicimos una parada a la vuelta en la acogedora ciudad de Hiroshima.

La visita a Tokyo fue breve, básicamente primer y último día del viaje, pero aprovechamos al máximo la estancia en la vibrante metrópoli que tanto nos gusta. El sakura o florecimiento del cerezo (que esperamos poder extender en otro post) ocurre anualmente en primavera, pero como es lógico, las fechas exactas son imprevisibles. La naturaleza es la única que programa este efímero y celebrado acontecimiento. Pudimos disfrutar la «full bloom» o plena floración en Tokyo y en los primeros destinos del viaje. Escogimos el parque de Hinokicho en Roppongi para pasar la tarde y cenamos con amigos en una izakaya en la zona de Shimbashi.

Al día siguiente bien temprano cogimos un shinkansen y, vía Kobe, en apenas 6 horas, llegamos a Fukuoka. Fukuoka es la ciudad más poblada de la isla de Kyushu y hasta 1889 estaba dividida por el río Naka-gawa en dos urbes independientes: Hakata y la propia Fukuoka. Históricamente, la primera era un distrito portuario y centro importante de comercio internacional; y la segunda, tierra de samuráis.

Hoy en día, Fukuoka es una ciudad grande pero acogedora, con una buena red de metro y autobuses pero que se presta a recorrerla a pie. Nos alojamos en Tenjin, que es el centro actual de la ciudad, muy cerca del parque Chūō-kōen. Es un parque pequeñito pero precioso con los cerezos a orillas de un afluente del río Naka. En sus laterales se encuentran el ayuntamiento y el bonito edificio ACROS cuyas paredes ajardinadas parecen fundirse con el parque.

Tenjin está repleta de bares, restaurantes y tiendas que se extienden incluso subterráneamente en la galería comercial Tenjin Chikagai. Probablemente la zona más agradable de la ciudad se localiza un poco más hacia el oeste. Disfrutamos de pleno la fiesta del sakura, el hanami, en el parque de Maizuru-kōen. Sobre una colina, acoge los restos del antiguo castillo de Fukuoka. Adyacente al de Maizuru se halla el parque Ohori-kōen que, con un inmenso lago en el centro, es un lugar ideal para pasear o relajarse.

En la zona de Hakata, además de la estación de tren, también hay multitud de tiendas y restaurantes; nos resultó curioso el centro comercial Canal City. Sin embargo, nosotros optamos por lo tradicional y visitamos varios templos en el área de Gion.

Nuestra amiga Yoko fue la encargada de mostrarnos las delicias culinarias de la zona. Las gyozas de Fukuoka son pequeñas («para un bocado»), crujientes y sabrosas. Nos llevó a un bonito restaurante para probar el mizutaki que es un plato típico de pollo hervido en un gustoso caldo con verduras y fideos. Característicos de Fukuoka son los yatai, puestos de comida ambulantes. Acompañados por Yoko, pudimos disfrutar la experiencia auténtica de compartir mesa y charlar con el resto de comensales. Tampoco dejamos Fukuoka sin probar dos especialidades exquisitas de Hakata: el mentaiko, que son huevas de bacalao marinadas, y por supuesto el plato más popular de Kyushu, el tonkotsu ramen.

Partimos en tren hacia Nagasaki, una ciudad desgraciada e injustamente famosa por el desastre nuclear de 1945. Esta vez, nos alojamos en un ryokan sencillo y familiar cerca de la estación (el Fujiwara Ryokan) y recorrimos la ciudad en tranvía. A diferencia de Fukuoka, es una localidad tranquila con toques provincianos. Irónicamente, durante el periodo Edo, por más de doscientos años, Nagasaki fue el único vínculo de Japón con el mundo exterior.

La memoria del ataque nuclear sigue viva en el barrio de Urakami, epicentro de la mortífera explosión atómica. Allí se concentran diferentes puntos que rememoran los hechos acontecidos aquel funesto 9 de agosto de 1945. Visitamos el Parque de la Paz, el Museo de la Bomba Atómica, el Pabellón Nacional de la Paz en Memoria de las Víctimas y el Parque del Epicentro de la Bomba. De todos modos, ya hablaremos sobre las bombas de Hiroshima y Nagasaki en otro post.

Durante el periodo Edo o también conocido como shogunato Tokugawa (1603-1868), Japón fue gobernado por el shōgun y controlado por los daimyō o señores feudales. La sociedad se regía por los principios del confucionismo y giraba en torno a las jerarquías y el control establecido por los daimyō. Bajo una política nacional de aislamiento respecto al resto del mundo, el puerto de Nagasaki era el único de todo Japón en el que estaba permitida la entrada de barcos extranjeros. Por allí entraron chinos, coreanos y europeos aportando con ellos su cultura, gastronomía y religión. Durante un siglo se permitió el paso de misioneros católicos que convirtieron a numerosos japoneses al cristianismo. Todavía hoy existe una importante comunidad cristiana en Nagasaki; muestra de ellos son las abundantes iglesias dispersas por la ciudad.

En 1636 se construyó muy cerca del puerto Dejima, una isla artificial para acoger (y recluir) a los comerciantes extranjeros. Dejima estaba conectada con tierra firme por un pequeño puente vigilado y no se permitía la salida de ningún extranjero hacia suelo japonés. Vivieron primero portugueses y posteriormente comerciantes holandeses. Hoy en día sus casas, almacenes y lugares de negocio se han reconstruido y se pueden visitar. Uno de los productos más cotizados en la época Edo era el azúcar. En el restaurante de Dejima, que es en realidad un club social internacional fundado en 1903, degustamos varios dulces típicos de Nagasaki: el castella, un bizcocho traído por los portugueses y el crujiente yori-yori chino.

Otro punto interesante de Nagasaki es el barrio chino, Shinchi Chinatown. Entre los siglos XV y XIX fue el hogar de comerciantes y marineros chinos y es el chinatown más antiguo de Japón. Está repleto de buenos restaurantes chinos y es el lugar ideal para probar las especialidades culinarias de la zona: el champon, el ramen local, un gustoso caldo de cerdo con fideos, verduras y productos de mar como calamar, pulpo o gambas; el sara-udon, que combina los ingredientes del champon pero sin la sopa, sobre crujientes fideos fritos; y el kakuni-manju, un bollo al vapor relleno de un trozo de tripa de cerdo servido con una salsa espesa y dulce. La verdad es que todo estaba delicioso.

Decidimos darnos un descanso de turismo urbano y buscar en la zona alguna localidad con onsen. Los onsen son los baños tradicionales japoneses que aprovechan el calor natural de las aguas termales volcánicas. Kyushu es una isla con gran actividad volcánica y consecuentemente muy popular para el turismo de onsen. La zona más famosa es Beppu, al norte, y por lo que nos han explicado puede llegar a estar realmente masificada. Nosotros, en la misma prefectura de Nagasaki, entramos en autobús a la península de Shimabara, presidida por el grupo volcánico del Monte Unzen. A medida que nos acercábamos a las faldas del volcán, mayor era el vapor que emergía de la tierra. Cientos de manantiales bombean miles de litros de agua caliente a diario.  Nosotros nos alojamos en el pueblo de Unzen, en un confortable ryokan.

El entorno es realmente particular. Se podría decir que acoge el paraíso y el infierno al mismo tiempo. El paraíso de la naturaleza en primavera, la floración de los cerezos y otros árboles, el silencio interrumpido únicamente por el canto de los pájaros. El infierno de las ardientes aguas sulfurosas que vuelven estéril la tierra que tocan, en un paisaje lunar de olor nauseabundo. De hecho, al grupo de burbujeantes manantiales que se encuentran a las afueras del pueblo se les conoce como Unzen jigoku o el Infierno de Unzen.

Dentro del ryokan todo es bienestar. En los onsen hay que meterse sin ropa por lo que habitualmente están separados por sexos. Nosotros reservamos un pequeño onsen exterior privado para disfrutarlo juntos. El otro aspecto que nos vuelve locos de los ryokan es la cocina kaiseki ryori. Una cena tradicional japonesa compuesta por numerosos platillos exquisitos cuidadosamente preparados con productos de la zona, de temporada, cocinado cada uno con la técnica local perfecta para resaltar el sabor de cada ingrediente, servidos en delicada vajilla seleccionada para cada plato. Es una cocina que te conecta con la naturaleza y el lugar, una experiencia única.

Salimos de Unzen en ferry hacia la ciudad natal de la famosísima mascota Kumamon, Kumamoto. Kumamoto es otra ciudad al pie de un volcán, el Monte Aso, pero esta vez fue otro desastre natural el que azotó la localidad japonesa. En abril de 2016 varios terremotos hicieron temblar ferozmente la tierra, hasta una magnitud de 7.0 en la escala de Richter. El desastre se llevó varias vidas, miles de heridos y daños materiales, y acabó con el símbolo de la ciudad, el castillo de Kumamoto. Era uno de los castillos más populares y visitados en Japón, ya reconstruido en diferentes ocasiones tras incendios, guerras y otros terremotos. Hoy en día, se encuentra en proceso de reparación y se puede recorrer a lo largo de su perímetro y observar los destrozos pero también los avances en la obra.

La visita a Kumamoto fue breve pero no la dejamos sin probar varios platos típicos. Comimos el ramen de Kumamoto que, al igual que en el resto de Kyushu, se caracteriza por ser de cerdo (tonkotsu ramen) pero los fideos son algo más gruesos y la sopa adquiere un sabor potente y característico gracias al ajo tostado y el aceite de ajo. Nosotros lo pedimos con dos yemas de huevo, delicioso. Por la noche cenamos en una izakaya y pedimos otros platos típicos como el karashi renkon, raíz de loto con salsa de mostaza y miso; el basashi o carne de caballo cruda y la Higo Gyu Yakiniku o barbacoa de ternera local (Higo). También pedimos nuestros favoritos, takowasa y sushi.

Partimos hacia la ciudad más meridional de Kyushu, Kagoshima. Es una ciudad cálida, ubicada en una bahía vigilada por el gran volcán Sakurajima. El Sakurajima es el símbolo del lugar y lleva escupiendo humo y cenizas de forma casi continua desde 1955. Cada año tiene más de 1.000 erupciones pequeñas con lo que los lugareños están acostumbrados a cubrirse y abrir sus paraguas cuando el aire se torna grisáceo.

Una excursión sencilla y recomendable es ascender una pequeña colina hasta el observatorio Shiroyama. Desde allí se obtienen vistas excepcionales de la ciudad, la bahía y el gran Sakurajima.

Uno no puede salir de Kagoshima sin probar el tonkatsu, un delicioso filete de cerdo empanado acompañado de arroz y sopa de miso. En Kagoshima se cría el kurobuta o «cerdo negro», el más apreciado de todo el país. Recomendamos el restaurante Aji no tonkatsu Maruichi.

Uno de tantos motivos que nos trajeron a Kyushu fue para ver los escenarios de la bonita película Kiseki, que transcurre entre Fukuoka y Kagoshima y gira en torno a los sueños infantiles y el shinkansen.

De vuelta hacia Tokyo, decidimos dejar un día y una noche para visitar la ciudad de Hiroshima que es una de nuestras preferidas. Paseamos por los lugares más emblemáticos, el Parque Conmemorativo de la Paz y la Cúpula de la Bomba Atómica; y entramos en la Sala Nacional de la Paz en Memoria de las Víctimas. Esta vez visitamos el reconstruido castillo de Hiroshima y conocimos el hermoso jardín Shukkeien. Para terminar el día volvimos a nuestro restaurante favorito de okonomiyaki estilo Hiroshima en el complejo Okonomi-mura.

Madrugamos bien temprano para tomar uno de los primeros shinkansen a Tokyo y así aprovechar nuestro último día al máximo. Al llegar, cogimos fuerzas a base de sushi e hicimos las últimas compras frikis en el barrio de Akihabara. Tras una breve parada en el hotel, en Ueno, nos acercamos a curiosear el popular mercado Ameyayococho.

El resto de la tarde la pasamos callejeando entre Shibuya y Harajuku. Hicimos una parada en un bar muy peculiar en Maruyama-cho, la zona de los «love hotels» de Shibuya. El Meikyoku Kissa Lion es un café barroco donde la gente entra para escuchar música clásica prácticamente a oscuras y en silencio. Recientemente lo había visto en una serie y no quisimos dejar Tokyo sin tomarnos un té en este lugar tan especial.

またね!Hasta pronto Japón!

En busca de la aurora boreal en las islas Lofoten

Las islas Lofoten en Noruega nos han fascinado. Pero no vamos a mentir, nuestro principal objetivo del viaje, siempre fue ver la aurora boreal. Un evento mágico que poco entendíamos pero que ansiábamos experimentar con nuestros propios ojos.

Poco sabíamos sobre qué son, por qué y cuándo se producen las auroras. Organizamos el viaje con mucha ilusión y esperanza ciega de disfrutarlas. Francamente, hasta que terminó el viaje no fuimos conscientes de la suerte que tuvimos de verlas cada noche.

Las auroras, boreales en el norte y australes en el sur, son luces que periódicamente brillan en el cielo nocturno gracias a la actividad solar. No pretendemos ser técnicamente rigurosos pero os contaremos lo que hemos aprendido sobre este maravilloso fenómeno.

A 150 millones de kilómetros de la Tierra, en la superficie solar, una maraña de gases abrasadores y en constante movimiento generan gigantescos y poderosos campos de fuerza magnéticos. En las zonas donde estas fuerzas son mayores se forman las manchas solares, que son áreas volátiles y visiblemente más oscuras en la superficie solar.

Las líneas magnéticas cercanas a la mancha solar pueden llegar a generar erupciones de radiación conocidas como llamaradas solares y eyecciones de masa coronal (CME). Muchas de estas salen disparadas hacia el espacio sin generar consecuencias pero, si una CME erupciona de cara a la Tierra, la lluvia solar puede en horas o días llegar a la superficie de nuestro planeta. Normalmente, las CME viajan entre tres y cinco millones de kilómetros por hora, dependiendo de las corrientes creadas por los vientos solares.

Estas tormentas solares entrantes normalmente no afectan de ninguna manera a la Tierra; el planeta es constantemente bombardeado por radiación, ondas magnéticas y otro tipo de partículas cargadas del sol. El propio campo magnético de la Tierra bloquea la mayoría de estas partículas y protege la atmósfera de la radiación ultravioleta dañina. Sin embargo, durante una CME, las partículas cargadas pueden viajar bajo las líneas del campo magnético de los polos norte y sur y entrar en la atmósfera. Esas partículas energéticas excitan los átomos de nuestra atmósfera, de oxígeno y nitrógeno por ejemplo, extrayéndoles electrones y provocando así el fenómeno de luminiscencia. Los colores que vemos dependerán tanto del tipo de molécula excitada como de la altitud en la que se encuentra. El oxígeno por ejemplo brilla verde a altitudes bajas (hasta 240 km) y rojo a altitudes superiores.

Por lo tanto, si queremos ver auroras tenemos que viajar a latitudes polares, bien hacia el norte o hacia el sur. Los científicos han descubierto que la mayoría de las veces, las auroras del norte y del sur son imágenes en espejo que ocurren en el mismo momento, con formas y colores similares.

Pueden suceder en cualquier momento del día, depende de la actividad solar las horas y días previos. Pero si queremos verlas en el firmamento, tendrá que ser en horas de oscuridad. La temporada de auroras boreales en el norte polar (Alaska, norte de Canadá, Groenlandia, Islandia, Noruega, Suecia, Finlandia y Siberia) es de agosto a abril. Son los meses en los que las noches tienen oscuridad. En mayo, junio y julio, el sol apenas se esconde y hay demasiada luz para poder verlas. Estadísticamente, los meses con mayor actividad de auroras son durante los equinoccios, en septiembre y marzo.

También pueden suceder en cualquier momento de la noche, pero se considera hora punta entre las 23h y 2h de la mañana. Como Patricia, nuestra guía de Tierras Polares, siempre nos decía, las 23h de la noche es «la hora bruja». A esa hora es cuando, después de cenar, vimos la mayoría; pero también las tuvimos a las 16.30h de la tarde y cuando nos despertamos por la mañana el día de vuelta camino al aeropuerto.

Lo que sí que no influye para nada en el fenómeno es la temperatura. No tiene que hacer frío para ver la aurora, simplemente tiene que estar oscuro y sobre todo despejado. Es por este motivo que las islas Lofoten en Noruega son un lugar ideal para ver auroras boreales. Teniendo en cuenta su situación al norte del círculo polar ártico, las temperaturas son muy suaves en invierno, manteniéndose en torno a los 0º. Favorecidas por la corriente del Golfo, las islas tienen un curioso microclima que las hace aún más atrayentes. En nuestra excursión a la Laponia sueca, a 200 kilómetros de distancia, pudimos comprobar (y soportar) de primera mano el descenso de unos  20 grados de temperatura.

Temperatura al otro lado de la frontera, en Suecia

Con todo esto, diríamos que ver la aurora boreal es cuestión de suerte. En parte es cierto, pero existen técnicas y cálculos para predecir el día en el que brillará en nuestro cielo.

Los investigadores han descubierto que la actividad de las auroras es cíclica, alcanzando su máximo aproximadamente cada 11 años. El ciclo solar viene determinado por el número de manchas solares visibles en la superficie solar. A mayor número de manchas, más energía solar será liberada hacia el espacio. Actualmente nos encontramos en el ciclo solar 24 y el pico máximo sucedió en el año 2014. Se cree que los tres años previos y sobre todo los tres posteriores al pico, son igual de intensamente activos.

Además, según la técnica de predicción de los 28 días, también podemos saber cuándo se dirigirán las tormentas solares hacia nuestro planeta. Visto desde la Tierra, el Sol gira sobre su eje cada 27-28 días. Si marcamos en el calendario una noche activa de auroras, en 27-28 días, si la mancha solar o agujero coronal siguen activos, habrá rotado por completo y se encontrará nuevamente en una posición geoefectiva, es decir, de cara a la Tierra.

Como hemos dicho previamente, nosotros fuimos afortunados y durante el viaje a Noruega tuvimos todos los factores de nuestro lado. Disfrutamos de días (y noches) excepcionalmente despejados y la actividad de las auroras fue potente con los vientos solares a nuestro favor.

La primera vez que disfrutamos de la aurora fue en la zona de Laukvik, en las islas Lofoten. Esa noche nos alojamos en el Camping Sandsletta y tras una sauna y un delicioso salmón al horno, nos pusimos varias capas de ropa térmica, preparamos termos de agua caliente e infusiones y cogimos la furgoneta para encontrar algún sitio abierto y poco iluminado. En esto nuestra guía marcó la diferencia ya que es gran conocedora de la zona y una experta en «la caza de la aurora».

La siguiente noche la pasamos en el Eliassen Rorbuer, en un entorno idílico en la isla de Hamnøya, muy cerca de Reine. Degustamos el exquisito bacalao noruego y cruzamos hasta la preciosa playa de Fredvang para disfrutar del espectáculo de las luces del norte.
Parece que cada noche superaba a la previa porque la aurora en Hennigsvær fue algo extraordinario. Este pueblo de menos de 500 habitantes es realmente encantador y posee uno de los campos de fútbol más especiales de Europa y seguramente de todo el mundo. Considerado «la Venecia del Norte», nos alojamos en un cómodo apartamento con vistas al canal, en el Tobbiasbrygga. A escasos minutos a pie, nos acercamos al campo de fútbol, situado en el extremo de la isla de Hellandsøya. Entre montañas escarpadas y secaderos de bacalao, rodeados por mar abierto, admiramos el baile de luces y colores de la aurora boreal.
Pero el evento más esperado y científicamente hablando más importante de todo el viaje, sucedió el 15 de febrero. Una llamarada solar de onda larga ocurrió a las 01:35 UTC el 12 de febrero en la región solar 2699, junto con una eyección de masa coronal (CME). Directamente posicionada hacia la Tierra y con los vientos solares a favor, recibimos una tormenta solar en el planeta el día 15 de febrero.

Ese día, nosotros nos encontrábamos de vuelta de la excursión con raquetas en el Parque Nacional de Møysalen, cuando todavía de día, a las 16:30h de la tarde, el cielo comenzó a teñirse de verde. Aparcamos la furgoneta y contemplamos el espectáculo desde la carretera. Dependiendo de su intensidad, tormentas solares de este tipo pueden llegar a causar efectos adversos en la atmósfera como cortes eléctricos temporales o fallos en los satélites.
Las últimas dos noches vimos auroras magníficas en una playa cercana a las cabañas de Tjeldsundbrua.
En ocasiones vimos auroras en forma de «cortina», en otras ocasiones de «arco» y las más espectaculares fueron las «auroras activas» o en constante movimiento. En esos momentos en los que el cielo nocturno brilla rojo, verde, violeta… y se mueve velozmente sobre tu cabeza, es inevitable reflexionar sobre el poder de la naturaleza. Hasta que alrededor del año 1900 el noruego Kristian Birkeland asentó las bases de los conocimientos actuales sobre geomagnetismo y las auroras boreales, a lo largo de la historia las civilizaciones las han interpretado de muy diferentes maneras.
Tanto en Occidente como en China han sido para muchos serpientes o dragones en el cielo. Los griegos y romanos las relacionaban con sus dioses. Los aborígenes australianos relacionan las rojas australes con el fuego y el mundo de los espíritus. Los nativos americanos creían que las luces del norte eran los espíritus de sus seres queridos bailando.
En la mitología nórdica son muchísimas las referencias sobre este fenómeno. Pensaban que el brillo en el cielo era producido por las armaduras de las valkirias, por la espuma del agua disparada por las ballenas, que el océano estaba rodeado de vastos fuegos o  que las luces eran los espíritus de los recién nacidos muertos al nacer. Muchos otros pueblos las consideraban presagio de buena suerte.
No podemos finalizar el post sin explicar que las cámaras captan a la perfección los colores de las auroras pero que, a simple vista, el ojo no percibe tan intensamente las tonalidades. Además, muchas de las fotos que pueden verse en internet están retocadas y excesivamente manipuladas. Sin embargo, el espectáculo de las luces del norte sigue siendo un fenómeno único que merece la pena disfrutar al menos una vez en la vida.
Feliz viaje a Noruega

Viaje a la Noruega ártica: paisajes de ensueño en las islas Lofoten y Vesteralen

Este invierno descubrimos un auténtico paraíso natural en Noruega. Viajamos por encima del Círculo Polar Ártico rumbo a las islas Lofoten y Vesteralen. De la mano de Tierras Polares, durante una semana, recorrimos en furgoneta, a través de vertiginosos puentes y túneles submarinos, varias de las islas que conforman estos dos archipiélagos. Sinceramente, nosotros únicamente buscábamos auroras boreales, pero en este viaje encontramos mucho más. Encontramos unos paisajes espectaculares, escarpados acantilados cubiertos por nieve sobre playas desiertas de agua cristalina, fiordos semi-helados cobijados por inmensas montañas y pequeños pueblos pesqueros de postal. Hicimos trekkings en entornos de belleza espectacular, a pie o con raquetas; incluso cruzamos a la vecina Suecia para recorrer varios kilómetros de parque natural en trineo de perros. Y cada noche para finalizar, tras un descanso y una suculenta cena en confortables cabañas nórdicas, nos dejamos hipnotizar por la magia de las luces del norte.


Llegamos vía Oslo al aeropuerto de Harstad/Narvik-Evenes y dormimos en la bahía de Bogen, a orillas del gran fiordo Ofotfjord.

Comenzamos nuestra ruta hacia el oeste a través de la E-10, la «Norwegian Scenic Route Lofoten», que sería nuestra guía, con numerosas paradas y desvíos, durante la mayor parte del viaje. Pocos minutos de recorrido bastaron para dejarnos sin palabras. Nos adentramos entre lagos, fiordos, playas y montañas nevadas en unos parajes de suma belleza.

Tomamos nuestro primer desvío hacia las islas Vesteralen donde brevemente pero de cerca, conocimos el pueblo sami. Pero esto ya lo explicaremos en otro post. Pasando de isla en isla, bajo un delicioso sol de invierno, hicimos una parada en la «ciudad azul» de Sortland. De camino, también pudimos ver atracado un barco del legendario Hurtigruten. Fueron originariamente creados para transportar correo, pero 125 años más tarde, los cruceros de Hurtigruten se han convertido en toda una experiencia de viaje. Recorren durante seis días, de Bergen a Kirkenes, la exuberante costa noruega. Finalmente en Melbu, nos embarcamos en un ferry para navegar hacia las islas Lofoten.

Esa noche nos caldeamos en la sauna y cenamos un salmón impresionante, pero previamente, hicimos una pequeña parada en el camino para deleitarnos con la luz del atardecer en el mirador Austnesfjorden. Es un lugar tan especial que al día siguiente, al amanecer, regresamos para observar la primera luz del día.

La siguiente jornada la dedicamos a visitar diferentes pueblos pesqueros a lo largo de la E-10. Nos detuvimos en Svolvaer, capital de las islas y tierra de artistas, escaladores y marineros. Es una ciudad donde abundan las galerías de arte. Los artistas acuden atraídos por la magia de las luces y colores de los paisajes de la zona.

Cubiertas por nieve o no, las imponentes paredes verticales de las islas también seducen a los más intrépidos escaladores. La «cabra de Svolvaer» o monte Svolvaergeita se ha convertido en símbolo y «reto» de la ciudad.

En Svolvaer también pudimos ver de cerca grandes secaderos de Skrei, considerado el mejor bacalao del mundo. Entre enero y abril, cada año, multitud de bacalao llega a desovar a las cálidas aguas de las Lofoten. Es una especie nómada que procede de las frías aguas del Mar de Barents en el océano Ártico. Más de mil kilómetros de viaje proporcionan a este bacalao salvaje sus cualidades únicas. Su carne firme y jugosa, sus huevas, hígado y lengua, son manjares muy apreciados entre los gourmets. De hecho, el Skrei, es la base de la economía de gran parte de los habitantes de las islas. Cuando se deja secar se denomina tørrfisk. Recientemente apareció en prensa un artículo muy interesante sobre «los niños cortadores de lenguas» y la pesca del bacalao en las Lofoten. Si quieres leerlo pincha aquí.

Durante siglos, uno de los pueblos pesqueros más importantes de la zona fue Kabelvåg. Allá se ubicó cientos de años atrás Vågar, la primera población conocida del norte de Noruega. En el siglo XII, el rey Øystein erigió con los impuestos cobrados a los pescadores la iglesia de Vågan, hoy también conocida como la Catedral de Lofoten. El mismo rey construyó los primeros «rorbuer» o alojamientos temporales para pescadores. Estas casitas rojas de madera tienen parte de su base en tierra y la otra parte sobre pilones directamente en el agua. Hoy en día, están acondicionadas y principalmente destinadas para el uso turístico.

Mientras caía la única nevada que tuvimos durante el viaje, visitamos el Museo Vikingo de Lofotr, en el pequeño pueblo de Borg. Aquí se encontraron en los años 80 los restos de una inmensa casa comunal vikinga. Se puede visitar un interesante museo sobre el pueblo vikingo y una reconstrucción de la gran casa. Con sus 83 metros de largo está detalladamente ambientada.  A través de diferentes habitaciones, se recrean a la perfección la vida, costumbres y creencias del temible pueblo nativo escandinavo.

Paramos para disfrutar de las panorámicas en Napp y Vareid, así como en el diminuto pueblo pesquero de Nusfjord.

Tuvimos la suerte de poder entrar a la bonita parroquia de Flakstad donde un amable vecino nos relató historias y anécdotas acerca de la iglesia.

Esa noche descansamos en unos acogedores rorbuer en un entorno idílico en el pequeño pueblo pesquero de Hamnøy. Por la mañana, desde un puente cercano, disfrutamos de unas vistas espectaculares de la zona.

Muy cerca y saltando de puente en puente llegamos a Reine, considerado para muchos el pueblo más hermoso de las Lofoten e incluso de toda Noruega.  Visitamos pequeñas aldeas costeras, a cada cual más encantadora. Fotografiamos las casitas amarillas de Sakrisøy y de Tind y paseamos por las calles de Å, el pueblo pesquero habitado más extremo de las islas Lofoten.

No obstante, el mayor obsequio del día fue el trekking a la playa de Kvalvika. Es una excursión fácil y agradable a través de un collado. Sin embargo, la nieve recién caída añadió bastante dificultad al ascenso y llegamos cansados a la playa. Las vistas sin duda, hicieron que la caminata mereciera la pena. Seguramente es una de las playas más bonitas que hemos visto hasta el momento. Grandiosa, de arena clara y aguas esmeralda, se enfrente al mar abierto entre colosales montañas de granito.

De vuelta, al atardecer, visitamos otras playas que nos ofrecieron paisajes igual de impresionantes.

La noche la pasamos en el pintoresco pueblo de Henningsvær. También conocida como «la Venecia del Norte» es una localidad que sin duda merece la pena visitar. Compuesta por numerosas islas, puentes y canales, aún siendo pequeña resulta totalmente inolvidable.

Ya deshaciendo camino en la E-10, regresamos a las islas Vesteralen, concretamente a la isla de Hinnøya, para explorar con ayuda de raquetas, el Parque Nacional de Møysalen. Pequeño y relativamente moderno, se creó para preservar inalterado el singular paisaje alpino costero de Noruega. El parque nacional rodea la majestuosa montaña de Møysalen, de 1262 metros de altura, y las montañas de la zona son popularmente conocidas como los Alpes de Vesteralen. El parque abarca desde pantanos, humedales, árboles frutales y bosques de abedules hasta glaciares y montañas alpinas. Es uno de los pocos parques nacionales de Noruega que llega hasta el nivel del mar y varios fiordos se encuentran incluidos dentro de él. No tuvimos la suerte de ver alces pero hallamos sus huellas, así como las de zorros y liebres árticas.

La siguiente mañana ya nos despertamos en la «Noruega continental», a los pies del puente de Tjeldsundbrua, en unas espaciosas cabañas rojas de madera a orillas de un fiordo. Fueron nuestro alojamiento de las dos últimas noches.

El último día atravesamos hacia el este la bahía de Bogen para cruzar la frontera y adentrarnos en la Laponia sueca, concretamente en el Parque Nacional de Abisko, el más antiguo y unos de los más importantes del país. Bordeamos el profundo lago Torneträsk y llegamos a Kiruna, la ciudad más septentrional de toda Suecia. 

Entre tanta belleza natural, fue chocante ver a lo lejos el paisaje post-apocalíptico de las minas de Kiruna. La extracción de hierro es la industria principal de la zona y lo ha sido durante muchísimos años. Durante la Segunda Guerra Mundial, el mineral era enviado en tren hacia la costa este y de allí a Alemania, para apoyar la industria de guerra nazi. Obviamente, esto fue causante de numerosos conflictos y enfrentamientos en la zona. Hoy en día, las minas siguen alimentando a la población pero a su vez, provocan el hundimiento del terreno, con lo que la ciudad se ve obligada a trasladarse en los próximos años.

Paramos en el Icehotel, el primer hotel de hielo del mundo, antes de emprender una de las experiencias más bonitas del viaje.

Realizamos un recorrido a través de los bosques nevados del parque natural en trineo de perro. Cada grupo de perros arrastró imparable una o dos personas sobre el manto blanco de Laponia. Fue una manera insuperable de finalizar nuestro gran viaje de invierno.



Nunca olvidaremos las imágenes que este viaje nos ha regalado. Nada de esto hubiera sido posible sin los conocimientos, la ilusión y la alegría de Patricia, nuestra guía de Tierras Polares.